Recuerdo que esa mañana había empezado bien. Tomé el colectivo a horario e íbamos bastante rápido como para no tener que pagar un taxi y completar el viaje que cada mañana a las 7 me deposita en Palermo.
Frenamos en una esquina, yo iba sentada junto a la ventana y pude ver como dentro de un bar un chico repasaba fotocopias. Me retrotraje a aquella época en la que yo también estudiaba en bares para forzarme a no distraerme, en horarios raros para aprovechar los tiempos que el trabajo me permitía.
Ponerle fin a esos malabares me había dado mucha satisfacción en ese entonces y por eso me compadecí de ese chico. Recordé lo irritable que era en aquella época porque tenía que planear esas jornadas en las que hacía encajar cada una de las obligaciones como piezas de tetris.
Ese castillo de cartas se desmoronaba cada vez que algo salía mal, cada vez que el colectivo tardaba mucho, que tenía que quedarme un rato más en el trabajo, que alguien llegaba tarde, que tenía que invertir un segundo más de lo planeado en lo que fuera. Lo que más valoré de terminar de estudiar fue volver a tener tiempo para esperar, para caminar unas cuadras cuando está soleado, para planear una salida con amigas, para no perder la cabeza porque las horas del día no alcanzan. De vez en cuando ahora, puedo darme el lujo de levantarme sin despertador y preguntarme qué tengo ganas de hacer hoy.
Crucé rápido las siete cuadras que separan la parada de la redacción, atravesando hordas de gente que entran a la estación de tren, obreros que ingresan temprano en los lujosos edificios que se construyen por Fitz Roy –esos de u$s3.500 el metro cuadrado- y los hipsters que recién salen del boliche y que son dueños de las calles palermitañas a esa hora. Este viaje también me molesta, pero menos que los malabares.
Llegué y puse a grabar la radio que seguimos a la mañana, me hice un café, subí los primeros cables del día a la página web en la que trabajo. “¿Tenés lo del tren?”, le pregunté a la editora. Lo había escuchado en la radio, otra vez un choque en el Sarmiento. Pero esta vez la gente había salido, caminaba por las vías, o al menos eso decían los testigos que andaban por el lugar.
Escribí unas líneas con lo que vi por televisión y lo que escuché en la radio. La foto la tomé de Twitter, que fue la primera vía por la que se comunicó la propia gente accidentada.
Llevamos el tema bien arriba, pero como nota chica en principio. Poco duró esa tranquilidad inicial. Era más grave de lo que pensábamos. Estábamos en uno de esos días en los que “estalla el mundo”. ¿Qué significa esto? Que deja de importar si el dólar subió o bajó un centavo, si la figurita X va con tal o cual lista a las elecciones, si la soja pasa su precio récord o si la Corte falla en contra de reformar la Justicia, que es algo que todos ya sabíamos.
Entonces sólo es clave si tenemos “lo del tren”. Cambia el mundo y todo pasa a importar mucho menos, hasta el mediodía en mi caso, que es cuando me aparto de la página principal y vuelvo a la realidad, que siempre es la mía inmediata (soy hija única y egocéntrica, como me corresponde).
Pero antes del mediodía te das cuenta que nada importan los hipsters, los obreros o las hordas, los colectivos que llegan a horario y vacíos o no tanto, los bares en los que pasé miles de horas repasando apuntes que nunca voy a recordar –porque mi memoria no sirve para eso- y los malabares y partidos de tetris perdidos. Eso no importa porque pude llegar tranquila al trabajo sin que una formación de tren se me viniera encima. E importa menos aún porque hay gente que no podrá llegar a ningún lado.
E inmediatamente después de “¿tenemos lo del tren?”, la siguiente pregunta es “¿qué va a decir el Gobierno ahora?”. A quién echarle la culpa. ¿Y con quién iba el culpable en las listas? Si, a esto llegamos, a que haya un choque de trenes y no nos sorprenda lo suficiente como para olvidarnos de que el ministro de Interior y Transporte, Florencio Randazzo, era un nombre que sonaba fuerte para las legislativas.
Para darme una idea, consulté entonces Página 12, pero a las 9 de la mañana no tenían el tema en su página todavía. Télam si lo tenía: «Al menos tres personas quedaron atrapadas por el choque de tenes a metros de la estación Castelar”.
Los intentos de apuntarle con el dedo al maquinista no tuvieron éxito. Los militontos no ganaron esta vez. Y aún si lo hubieran hecho, ¿no fue la misma gestión estatal la que lo dejó subirse a la formación?
Randazzo se apersonó con look de elegante sport, en camisa blanca y sin saco ni corbata, como si aparentar que uno se arremanga a esta altura pudiera cambiar las cosas.
El ministro, que no es ningún idiota, sabe que con poner carteles y crear aplicaciones sobre horarios de trenes para celulares no arregló nada. Tampoco cambió las cosas la mano de pintura que le tiraron a los vagones. No engañan a nadie, ni siquiera a los convencidos, que le escribieron a la Presidenta en su Facebook “Cristina estamos con vos pero por favor hacé algo para que no muera más gente en los trenes”, pese a que justo esa entrada de la Presidenta fue borrada.
Los únicos cambios genuinos fueron el control de alcoholemia y el de las vías, que sí concretó su administración, pero que fue demasiado poco, demasiado tarde. Porque por más que inviertas en lo rápidamente visible, a pedido de quién sabe quién, más temprano que tarde estalla el mundo y un tren termina adentro de otro.
Hacia el mediodía ya sabíamos que había tres víctimas, y la cuenta de heridos seguía creciendo. Alguien más llega y me reemplaza, y yo bajo de nuevo a mi realidad, en donde nunca tomé trenes más que el de la Costa en algún fin de semana. E incluso eso fue antes de la «década ganada».
La tiranía de la noticia no me afecta sólo a mi. Pasan los días y el crimen de una nena en Palermo, a pocas cuadras de donde está la redacción, se roba todas las tapas. Tapas que de estar en otro país podrían haber sido de los candidatos a legisladores, pero en la Argentina deberían haber sido del tren.